La ruta de Don Quijote, un clásico de Azorín en el III Centenario
 

Desde el 4 al 25 de marzo de 1905 los lectores de El Imparcial tuvieron la oportunidad de familiarizarse con una nueva firma. Se conmemoraba el III Centenario de la aparición de la primera parte del Quijote y el diario madrileño recurría a Azorín (Monóvar, 1873-Madrid, 1967) como enviado a La Mancha para seguir el itinerario del ingenioso hidalgo. Provisto de maleta, armado con un revólver y en compañía de dos libros, lápiz, notas y papel, el escritor salió una mañana en tren desde Madrid para alcanzar su primer destino: Argamasilla de Alba. Durante quince días visitó varios pueblos, transitó por sus calles, conversó con quien pudo y alquiló un carro, para sus desplazamientos, que guiaba un antiguo confitero de Alcázar de San Juan. El resultado fue La ruta de Don Quijote, serie de quince crónicas que no tardó en reunir en libro; una de las aportaciones notables de la efeméride.

El origen de la obra es conocido porque lo reveló el propio autor en su libro Madrid (1941) José Ortega Munilla, director de El Imparcial y padre de Ortega y Gasset, le citó en su casa para proponerle un viaje; Azorín, conocido y respetado en los ambientes literarios desde la publicación de La voluntad (1902) y Antonio Azorín (1903), acababa de dejar el diario España, en el que había estrenado su célebre pseudónimo en enero de 1904 y en cuyas páginas destacó como cronista parlamentario. La propuesta de Ortega marcó su primera misión en la cabecera que él mismo consideraba "la cumbre" del periodismo. "Va usted primero, naturalmente, a Argamasilla de Alba", le indicó. "De Argamasilla creo yo que se debe usted alargar a las lagunas de Ruidera. Y como la cueva de Montesinos está cerca, baja usted a la cueva. ¿No se atreverá usted? No estará muy profunda. ¿Y dónde cree usted que ha de ir después? ¿Y cómo va usted a hacer el viaje? No olvide los molinos de viento. Ni el Toboso". La sorpresa de Azorín, con todo, se consumó cuando a renglón seguido el director abrió un cajón, sacó "un chiquito revolver" y lo puso en sus manos con tono previsor: "No sabemos lo que puede pasar. Va usted a viajar sólo por campos y montañas. En todo viaje hay una legua de mal camino. Y ahí tiene usted ese chisme por lo que pueda tronar".

Con esta escena se gestaba la serie que permitió al escritor sumarse al III Centenario, sugerido precisamente desde las páginas de El Imparcial por Mariano de Cavia en diciembre de 1903. El escritor de Monóvar, a pesar del estruendo que se le daba en prensa a la celebración, no había prestado excesiva atención antes de iniciar La ruta de Don Quijote. Apenas se le conocían algunas alusiones en contados artículos que, por lo pronto, no hacían presagiar el asiduo cervantista que sería a la larga, del que nos ha quedado un abundante rastro en libros como Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1913), Al margen de los clásicos (1915), Pensando en España (1940), El oasis de los clásicos (1952) o Ejercicios de castellano (1960), entre otros, y sobre todo en los que consagró íntegramente a Cervantes –Con Cervantes (1947), Con permiso de los cervantistas (1948), El buen Sancho (1954)– o derivaron de alguna de sus obras –La ruta de Don Quijote (1905) o El licenciado Vidriera (1915)–, sin eludir su pieza teatral Cervantes o la casa encantada, escrita en los años veinte. El material cervantino de sus libros procedía casi siempre de sus artículos periodísticos, que constituyen un interesante corpus nutrido fundamentalmente con su producción en los tricentenarios de la primera parte del Quijote, de la segunda parte en 1915, del fallecimiento de Cervantes en 1916 y del cuarto centenario de su nacimiento, conmemorado en 1947. Sin embargo, su escasa dedicación escrita, que no lectora, a Cervantes antes de 1905 no evitó su participación en actividades del III Centenario. Además de La ruta, dan fe su texto "Don Quijote en casa del Caballero del Verde Gabán", leído en las veladas del Ateneo de Madrid en abril, y "Génesis del Quijote", escrito para la edición del libro Iconografía de las ediciones del "Quijote", de Miguel de Cervantes Saavedra.

Con La ruta de Don Quijote Azorín nos dejó un retrato de los pueblos y lugares manchegos que visitó: Argamasilla de Alba, Puerto Lápice, Ruidera, la cueva de Montesinos, Campo de Criptana, El Toboso y Alcázar de San Juan.. La elección de Argamasilla de Alba como punto de partida, localidad a la que dedicó la mayor parte de sus crónicas y por la que sintió vivas simpatías, no era casual y hay que comprenderla en el contexto de la época y, muy especialmente, en el de las polémicas cervantinas de entonces. Algunos veían en esta población el lugar de La Mancha del que Cervantes no quería acordarse en el inicio de su obra, debido a que la tradición oral sostenía que estuvo preso allí, en la llamada Cueva de Medrano. Se apostaba, incluso, a que fue entre aquellas paredes donde comenzó a escribir el Quijote. Juan Eugenio Hartzenbusch era uno de los mayores propagandistas de esa posibilidad. En 1863 convenció al editor Rivadeneyra para que imprimiera la novela de Cervantes en la Cueva de Medrano, inmejorable excusa para que el autor de Los amantes de Teruel escribiera líneas como éstas: "En este tenebroso encierro, en este angustioso cofre de cal y canto, concibió la fecunda mente de Cervantes la idea vastísima, triste alguna vez, regocijada siempre, de su Don Quijote. Desde aquí, rompiendo su imaginación portentosa las gruesas y toscas paredes que le aprisionaban, se espació por las dilatadas llanuras de la Mancha". Ambas tesis –la de que Argamasilla era "el lugar de la Mancha" y la de que Cervantes inició su novela en la Cueva de Medrano– eran discutidas, pero adquirieron popularidad y la conservaban a principios del siglo veinte. Quienes sugerían semejante identificación tomaban las composiciones poéticas finales de la primera parte del Quijote, adjudicadas a unos apócrifos "Académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha", como prueba propicia, si bien Cervantes no especificó a cuál de las Argamasillas manchegas concernía el privilegio, si a la de Alba o a la de Calatrava. Sin embargo, el primero en identificar la primera con el "lugar de la Mancha" no era un romántico decimonónico sino un contemporáneo de Cervantes: el enigmático Alonso Fernández de Avellaneda, que en su Quijote de 1614 hizo partir a los dos protagonistas de la novela, al caballero y a su escudero, desde "su lugar de Argamesilla", dando continuidad a la primera parte con una nueva salida. No acababan aquí las relaciones, pues se sugería también que Cervantes, a la hora de crear su personaje de Alonso Quijano, se inspiró en uno de sus vecinos, Rodrigo Pacheco, al que se le cuajó el cerebro, según un voto de agradecimiento a la Virgen –legible bajo un lienzo de la Iglesia– por su posterior curación.

Esta información proporciona claves necesarias para entender los artículos azorinianos, donde no faltan menciones a éstas y otras disputas. Sirva como ejemplo el titulado "Los académicos de Argamasilla", en cuyas líneas inmortalizó a los personajes locales que componían una ilustrada tertulia local de rebotica. Azorín, antes de llegar a la farmacia del licenciado Carlos Gómez, alude ante uno de sus componentes, don Cándido, a las dudas que "los eruditos" exponen sobre la relación cervantista de Argamasilla, lo que da paso a unas secuencias dialogadas con éste y el resto de contertulios, una vez llegados a la rebotica, que el cronista resuelve con gran sentido del humor.

Cuatro artículos dedicados a Argamasilla sirvieron, en definitiva, para acercar a los lectores de El Imparcial la actualidad del pueblo. Para ello, Azorín no hizo otra cosa que indagar en su historia, callejear y hablar con los pocos vecinos que encontraba. Su observación y sensibilidad le permitieron combinar humor con emoción; emoción que alcanza momentos singulares con retratos como el de La Xantipa, dueña de la fonda en la que se hospedó. La escena en que ésta le cuenta su adversa historia con unas propiedades familiares que nunca llegó a obtener es, quizá, una de las partes más logradas. No es extraño, pues, que Azorín revelará por carta a Ortega Munilla, desde Argamasilla, una intuición que resultó ser premonitoria: "Aquí hay materia para un libro".

La visita posterior a otros puntos sirvió al periodista para tomar contacto con algunos iconos de la novela de Cervantes. Fue a ver un solar de Puerto Lápice en el que se decía que estuvo la venta en la que el hidalgo fue armado caballero; pasó y se detuvo en parajes de Ruidera, donde vio batanes que le evocaron el temor nocturno del caballero andante y su escudero al oír sus golpes; entró en la cueva de Montesinos sin descolgarse, pues le bastó con bajar por una suave pendiente; partió hacia Campo de Criptana al encuentro de los molinos de viento y allí conoció a los "Sanchos" de Criptana, que reclamaban para ellos el espíritu del rústico manchego y le secuestraron amablemente para que compartiera con ellos una jornada en la que hubo quien se le presentó como autor de un himno para el III Centenario; entró en El Toboso y le llamó la atención el estado ruinoso de casas, muros y corrales; conoció, en cambio, a don Silverio –"autor de un soneto a Dulcinea, autor también de una sátira terrible contra los frailes; propietario de una colmena con una ventanita por la que se ve trabajar a las abejas"– a quien luego le dedicaría el libro; y echó por último la llave en Alcázar de San Juan, "capital geográfica de la Mancha", dando cierre a sus crónicas con una en la que le asomó un trago de pesimismo al certificar el marasmo de los pueblos manchegos, vencidos por la superstición, en aquellos inicios del siglo veinte.

Pero La ruta de don Quijote contiene varios puntos de interés que van más allá de la recreación de vida en localidades sumidas en la abulia. Un maduro Azorín llegaría a afirmar, mucho después, que el núcleo del periodismo es la noticia. Las crónicas de El Imparcial en 1905 nacen de lo contrario: de la ausencia de noticias. En los pueblos por los que transitó no pasaba nada digno de ser contado por cualquier reportero convencional, aunque sí para Azorín, capaz de sacar partido de situaciones tan poco favorables como el aburrimiento o los silencios. Unos pueblos para los que no parecía corrido el tiempo desde el siglo XVI eran materia idónea para el estilo que practicaba; de ahí que el hispanista estadounidense E. Inman Fox notara hace tiempo que los artículos azorinianos "contribuyen muy poco a una comprensión del Quijote, pero se le ofrece a Azorín la oportunidad de pintar los paisajes manchegos y sus pueblos como le parecen en 1905 y de imaginar cómo habrían sido en el siglo XVI".

No todos lo comprendieron. La forma original de resolver su misión –con una técnica moderna en la que introducía recursos literarios como diálogos, descripciones de la escena y su presencia como protagonista de las crónicas, anticipándose a modas que no se extendieron en el periodismo hasta pasadas unas décadas– no le salvó de la malicia de ciertos colegas de El Imparcial. Alguien debió contárselo a su regreso; o tal vez después, cuando ni siquiera estaba ya en el diario. Según el relato de Azorín en Madrid, cuando llegaban sus artículos a la redacción Julio Burell los leía en voz alta y enfática. "La entonación altisonante contrasta infelizmente con mi prosa menuda, detallista, hecha con pinceladas breves. Y toda la Redacción acoge la lectura con protestas y risas", escribió Azorín.

Finalizada la serie en el diario, la versión en libro apareció ese mismo años en un volumen que publicó Leonardo Williams. La edición se presentaba con una novedad: Azorín añadía a los quince artículos una especie de epílogo –"Pequeña guía para los extranjeros que nos visiten con motivo del centenario"– que no era más que un artículo del diario España publicado en abril de 1904: "The Time They Lose in Spain". Como su título sugiere, imaginaba situaciones para prevenir del tiempo que se pierde en España. El texto estaba fuera de la unidad del resto del libro y resultaba totalmente prescindible; de hecho, en una edición de 1951 lo sustituyó por un "Apéndice gazpachero" que, a pesar de sus resonancias manchegas, era también un añadido innecesario. Fue el mismo Azorín quien consideró "inadecuado" el primer epílogo, en palabras de su biógrafo Ángel Cruz Rueda. Con la edición en libro, en definitiva, el autor garantizaba a sus textos una mayor pervivencia temporal, superior a la efímera vida que prometía el periódico. Pasada su breve estancia en El Imparcial, de cincuenta y seis días, no dudó en remitirle un ejemplar a su director como reconocimiento a la parte de responsabilidad que éste tuvo. La dedicatoria manuscrita fue escueta: "Al querido maestro D. José Ortega Munilla, a cuyas iniciativas se debe este libro. Azorín".

La ruta de Don Quijote se favoreció, tempranamente, de una buena difusión en España y América que le llevó a ser lectura escolar en Argentina. A partir de la segunda década del siglo comenzó a reeditarse y a traducirse en Europa. Desde entonces ha sido una de las obras más reproducidas de Azorín y, muy probablemente, la más conocida fuera de las fronteras españolas. Mario Vargas Llosa, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española de 1996, no dudó en definirla como "uno de los más hechiceros libros" que conocía. "Aunque hubiera sido el único que escribió –añadió–, él sólo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua y el creador de un género en el que se alían la fantasía y la observación, la crónica de viaje y la crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística".
 

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JOSÉ FERRÁNDIZ LOZANO

 Coordinador de la edición de La ruta de Don Quijote, de Azorín, publicada por la Diputación de Alicante (2005) y autor de su ensayo preliminar "Periodismo y cervantismo en Azorín: así se escribió La ruta de Don Quijote".